En la Mostackerstrasse vivía una joven mujer que poco después de su casamiento había perdido a su marido a causa de una desgracia. Pobre y abandonada en su pequeño cuarto, esperaba un hijo que no tendría a su padre. Y porque se encontraba tan sola, todos sus pensamiento se demoraban siempre en torno a la criatura aguardada, y no había nada tan hermoso, espléndido y digno de envidia que no hubiera pensado, deseado y soñado para este hijo. Una casa de piedra con espejos y una fuente en el jardín le parecían algo bastante bueno para el pequeño, y en lo que hacía al futuro, su hijo habría de convertirse por lo menos en profesor o en rey.
Junto a la pobre señora Elisabeth vivía un viejo al que pocas veces se veía salir, un tipo raro, pequeño y gris, que llevaba un gorro con borla y un paraguas verde, cuyas varillas eran de barbas de ballena como en los tiempos de antes. Los chicos le temían, y los grandes decían que algo debía esconder para vivir tan retraído. A veces no era visto durante largo tiempo por persona alguna, pero ocasionalmente se oía de noche una música suave que salía de su casita ruinosa, y que parecía sonar a través de muchos instrumentos pequeños y delicados. Entonces las criaturas que pasaban por allí preguntaban a sus madres si allí dentro no estarían cantando los ángeles, o quizá las ondinas, pero aquéllas no sabían nada y decían: «No, no, eso debe ser una cajita de música».
Este hombrecito, a quien los vecinos se dirigían con el nombre de señor Bisswanger, tenía una amistad peculiar con la señora Elisabeth. Nunca cambiaban una palabra entre sí, pero el pequeño y viejo señor Bisswanger saludaba siempre del modo más amable cuando pasaba junto a la ventana de su vecina, y ella respondía con una agradecida inclinación de cabeza y lo apreciaba. Ambos se decían: si alguna vez me llegara a ir muy mal, seguro que entonces me presento en la casa vecina para pedir consejo. Y cuando comenzaba a oscurecer, y la señora Elisabeth estaba sola junto a su ventana, llorando la muerte de su amado o soñando pensativa en su criaturita, entonces el señor Bisswanger abría suavemente el batiente de de una Ventana, y desde su oscura habitación llegaba suave y plateada una música consoladora como un rayo de luna a través de la hendidura de una nube. Por otra parte, tenía el vecino al pie de su ventana trasera unas viejas plantas de geranios que siempre olvidaba regar, no obstante lo cual estaban siempre verdes y llenas de flores, sin un solo pétalo marchito, pues cada mañana bien temprano eran regados y cuidados por la señora Elisabeth.
Al llegar el otoño y en un anochecer lluvioso, desapacible y con viento, cuando ninguna persona se divisaba a lo largo de la Mostackerstrasse, la pobre mujer advirtió que había llegado la hora y sintió miedo, pues estaba completamente sola. Pero al caer la noche llegó una mujer vieja con una linterna, entró en la casa, hirvió el agua, dispuso la ropa blanca e hizo todo lo que debe hacerse cuando una criatura está por venir al mundo. La señora Elisabeth dejó que todo ocurriera sin decir nada, y sólo cuando la criaturita ya había nacido y comenzaba a dormir su primer sueño sobre la tierra envuelto en sus nuevos y finos pañales, preguntó a la vieja mujer de dónde venía.
«El señor Bisswanger me mandó», dijo la vieja, tras lo cual la fatigada señora Elisabeth se durmió. Cuando a la mañana siguiente despertó, había leche hervida ya preparada, y toda la habitación se hallaba limpia y dispuesta. Junto a ella estaba el pequeñín y lloraba porque tenía hambre, pero la vieja mujer se había ido. La madre acercó el bebé a su seno y se alegró de que fuera tan lindo y robusto. Pensaba en el padre ya fallecido, que no podía verlo, y le vinieron lágrimas a los ojos. Estrechó al huerfanito contra su pecho y no pudo más que sonreír, después de lo cual se durmieron juntos. Y cuando la madre despertó, había otra vez leche y una sopa, y la criatura estaba envuelta en nuevos pañales.
Pronto, sin embargo, estuvo sana y fuerte, y pudo cuidar de sí misma y del pequeño Augusto. Entonces le sobrevino el pensamiento de que su hijo debía ser bautizado y que no tenía un padrino para él. Al anochecer, cuando oscurecía y desde la casita del vecino sonaba de nuevo una dulce música, cruzó hacia la morada del señor Bisswanger. Golpeó con timidez la puerta oscura; él dijo amistosamente: «¡Adelante!» y vino a su encuentro. Pero la música había llegado de improviso a su fin, y en la habitación se erguía una pequeña y vieja lámpara de mesa ante un libro, y todo era como entre cualquier otra gente.
«He venido hacia vos», dijo la señora Elisabeth, «para agradeceros por haberme enviado a esa buena mujer. También quiero pagarle apenas pueda trabajar y ganar algo. Pero ahora tengo otra preocupación. El chico debe ser bautizado y se llamará Augusto, tal como se llamó su padre, pero no conozco a nadie y no sé de ningún padrino para él».
«Sí, yo también había pensado en esto», dijo el vecino y acarició su barba gris. «Lo mejor sería que tuviese un padrino bueno y rico, que cuidara de él sí a vos os fuera mal alguna vez. Pero yo soy un hombre viejo y solitario, y tengo pocos amigos, por lo que no puedo aconsejaros a nadie, a menos que me eligierais a mí mismo como padrino».
Con esto la pobre madre quedó contenta y agradeció al hombrecito, eligiéndolo como padrino. El domingo siguiente llevaron al pequeño a la iglesia y lo hicieron bautizar, y entonces apareció la vieja mujer de nuevo y le regaló un escudo. Y como la madre no quería recibirlo, la vieja mujer dijo: «Tomadlo, yo soy vieja y tengo lo que necesito. Acaso el escudo le traiga suerte. Al señor Bisswanger le hice una vez un favor con gusto, somos antiguos amigos».
Luego se dirigieron todos a casa, y la señora Elisabeth hizo café para sus huéspedes. Y como el vecino había traído una torta, todo se convirtió en una fiesta de bautismo. Y después que hubieron bebido y comido y que la criaturita estuviese dormida desde hacía un rato, el señor Bisswanger dijo con modestia: «Bien, ahora soy el padrino del pequeño Augusto, y quisiera regalarle un palacio real y una bolsa llena de monedas de oro, pero estas cosas no las tengo, y sólo puedo poner un escudo junto al de la madrina. Entretanto, haré por él todo lo que pueda. Señora Elisabeth, seguramente vos habéis deseado a vuestro hijo mucho de bueno y hermoso. Pensad ahora qué puede ser lo mejor para él, y yo procuraré que se convierta en realidad. Tenéis un deseo libre, sea cual fuere, pero uno solo. Reflexionadlo bien, y cuando hoy por la noche escuchéis sonar mi cajita de música, entonces pronunciad el deseo en el oído izquierdo de vuestro pequeño, y ese deseo se cumplirá».
Con esto se despidió rápidamente, y la madrina se fue con él. La señora Elisabeth se quedó sola y maravillada, y si los dos escudos no hubieran estado en la cuna y la torta sobre la mesa, hubiera tomado todo por un sueño. Entonces se sentó al lado de la cuna y acunó a su hijo y pensó mucho? deseos hermosos. Al principio quería que fuera rico, luego hermoso, o poderosamente fuerte, o inteligente y listo, pero en todo aparecía una dificultad. Y finalmente pensó que se había tratado de una broma del viejo hombrecito.
Ya estaba oscuro, y se hubiera quedado casi dormida sentada al lado de la cuna, cansada de los festejos, las preocupaciones y los muchos deseos, cuando desde la casa vecina sonó una música delicada y suave, tan tierna y preciosa como nunca la escuchara de una cajita de música. Con esos sonidos la señora Elisabeth volvió en sí, y ahora creyó en el vecino Bisswanger y en su regalo de padrino. Y cuanto más reflexionaba y más cosas deseaba, tanto más se enredaban sus pensamientos, de modo que no podía decidirse por nada. Se sintió muy afligida y había lágrimas en sus ojos cuando la música empezó a oírse más baja y débil. Entonces pensó que si en ese instante no formulaba su deseo, ya sería tarde y todo estaría perdido.
Tras un suspiro se inclinó hacia el muchachito y susurró en su oído izquierdo: «Hijito mío, te deseo... te deseo ...» Y cuando la hermosa música estaba por desvanecerse del todo, se asustó y dijo rápidamente: «Te deseo, hijito, que todos los hombres te amen».
Los sonidos se habían extinguido, y un silencio de muerte reinaba en el cuarto en sombras. Ella, empero, se arrojó sobre la cuna, lloró llena de angustia y temor, y dijo: «Ay, ahora he deseado para ti lo mejor que sé, y quizás ello no haya sido lo acertado. Y aunque todos los seres humanos te lleguen a amar, nadie podrá amarte tanto como tu madre».
Augusto creció como las otras criaturas. Era un muchacho lindo y rubio, con ojos claros y animosos, mimado por la madre y bien mirado en todas partes.
La señora Elisabeth advirtió pronto que el deseo del día del bautismo se iba cumpliendo sobre la criatura, pues cuando el pequeño apenas caminaba, en la calle y en todas partes la gente lo encontraba tan bonito, decidido e inteligente como raras veces ocurría con un niño. Y todo el mundo le daba la mano, le miraba los ojos y le mostraba su favor. Jóvenes madres le sonreían, las viejecitas le regalaban manzanas, y cuándo cometía una travesura, nadie creía que pudiese haber sido él. Y en el caso de que no hubiese dudas sobre su culpabilidad, la gente se encogía de hombros y decía: «Verdaderamente, no puede tomarse nada a mal en tan gentil hombrecito».
Mucha gente, advertida de la existencia del hermoso muchacho, llegaba a la casa de su madre. Y ésta, a la que nadie conociera antes y que recibiera en tiempos anteriores muy pocos trabajos de costura, era ahora bien conocida como la madre de Augusto y tenía más clientes de los que pudiera desear. Le iba bien, lo mismo que al niño, y allí donde se dirigían, los vecinos mostraban su contento, los saludaban, y miraban 'argo rato a ese ser dotado de felicidad.
Pero lo más hermoso "lo teñir Augusto al lado, en casa de su padrino. Éste lo invitaba a veces al anochecer allí, donde se estaba a oscuras, y sólo una llamita roja ardía en el hueco de la chimenea. El viejo hombrecito llevaba entonces al niño junto a sí, sobre una piel tendida en el suelo, contemplaba con él las llamas silenciosas y le contaba largas historias. Pero a veces, cuando una de estas largas historias había llegado a su fin y el pequeño tenía ya sueño y—miraba en el oscuro silencio con ojos entreabiertos hacia el fuego, entonces llegaba desde la oscuridad una música dulce, como proveniente de muchas voces.. Y cuando ambos la habían escuchado largamente y callados, entonces solía ocurrir que de improviso todo el cuarto se llenara de pequeños niños resplandecientes, que volaban de aquí para allá en círculos con sus alas claras y doradas. Y lo hacían en hermosas danzas, primorosamente en torno de sí mismos y en pareja, a lo que agregaban el canto y todo sonaba cien veces más lleno de felicidad y de alegre belleza. Nada de lo visto y oído por Augusto era más hermoso que esto. Y cuando años más tarde pensaba en su infancia, era el cuarto silencioso y oscuro del viejo padrino, como la roja llama en el hogar con la música y el vuelo encantado, festivo y áureo de los seres angelicales, lo que volvía a surgir en el recuerdo y le causaba nostalgias.
Entretanto, el muchacho iba haciéndose grande, y había horas en las que su madre se entristecía y volvía a pensar en aquella noche del bautismo. Augusto correteaba feliz por la» calles de la vecindad y era bien recibido en todas partes. Le regalaban nueces y peras, dulces y juguetes, le daban de beber y de comer, lo dejaban montarse en las rodillas ajenas y arrancar las flores de los jardines, de modo que a veces llegaba tarde a casa y apartaba con disgusto la sopa que la madre le había preparado. Cuando ella se ponía triste por esa causa y lloraba, él se aburría y malhumorado se iba a su camita. Y cierta vez, luego que ella lo regañara y castigara, él gritó con fuerza quejándose de que todo el mundo lo quería y era amable con él, excepto su propia madre. Así, pues, menudeaban para ella las horas de pena, y a veces se enojaba seriamente con su hijo. Pero cuando más tarde yacía durmiendo sobre su almohada y la luz de la vela brillaba sobre el inocente rostro infantil, entonces toda la dureza se desvanecía dentro de su corazón, y lo besaba con cuidado, no sea que fuera a despertarse. Era culpa suya que todo el mundo quisiera bien a Augusto, y en ocasiones pensaba con aflicción, y casi con espanto, que acaso hubiese sido mejor no haber formulado jamás aquel deseo.
Una vez estaba junto a la ventana de geranios del señor Bisswanger y cortaba con una tijera pequeña las flores marchitas de los tallos, cuando escuchó en el patio común, ubicado en la parte trasera de ambas casas, la voz de su hijo, y se asomó para ver qué ocurría. Lo vio apoyado en la tapia, con su lindo y algo orgulloso semblante, y enfrente estaba una muchacha algo mayor que lo miraba suplicante y le decía: «Oye, ¿por qué no eres bueno y me das un beso?»
«No quiero», dijo Augusto y metió las manos en los bolsillos.
«Oh, por favor», dijo ella de nuevo. «Yo también te regalaré algo lindo».
«¿Qué cosa?», preguntó el muchacho.
«Tengo dos manzanas», dijo ella con timidez.
Pero él se volvió y torció el gesto.
«Las manzanas no me gustan», respondió desdeñoso y trató de irse corriendo.
Pero la muchacha lo retuvo firmemente y le dijo zalamera: «Mira, tengo también un lindo anillo».
«¡Muéstramelo!», dijo Augusto.
Ella le mostró entonces el anillo, y él lo miró con atención. Luego lo sacó del dedo de ella y lo colocó en uno de los propios, lo acercó a la luz y lo encontró de su agrado.
«Bueno, puedes tener tu beso», dijo enseguida, y dejó en la boca de la niña un beso fugitivo.
«¿Quieres venir a jugar conmigo?», preguntó ella, colgándose de su brazo muy familiarmente.
Pero él la rechazó y dijo con disgusto: «¡Déjame en paz de una vez! Hay otros chicos con los que puedo jugar».
Y mientras la muchacha comenzaba a sollozar y se deslizaba por el patio, él hizo una mueca entre aburrido y enojado. Luego volvió el anillo alrededor de su dedo, lo contempló, y empezó a silbar en tanto se alejaba lentamente.
Su madre, empero, había quedado con las tijeras en la mano y estaba aterrada por la dureza y desprecio con los cuales su hijo había recibido el amor del prójimo. Dejó las flores, meneó la cabeza y se dijo repetidamente: «Es malo, no tiene corazón».
Pero luego, al regresar Augusto a su casa, cuando ella quiso pedirle explicaciones, él la miró sonriendo con sus ojos azules, sin asomo de sentimiento de culpa.
No sólo eso, al rato comenzó a cantar y a lisonjearla, y era tan gracioso y amable y tierno con ella, que no tuvo más remedio que reír y comprendió que, tratándose de niños, las cosas no debían tomarse tan en serio.
Sin embargo, no todas sus fechorías pasaban sin castigo. El padrino Bisswanger era el único ser al que respetaba, y cuando al anochecer el niño llegaba a su habitación y el padrino decía: «Hoy no hay fuego en la chimenea, y no hay música, los angelitos están tristes porque te portaste mal», entonces salía en silencio y se arrojaba en su cama, llorando. Después se empeñaba durante todo un día en ser bueno y cariñoso.
Con todo, el fuego de la chimenea ardía cada vez menos, y no era posible sobornar al padrino con lágrimas o caricias. Cuando Augusto cumplió los doce años, ya el vuelo de los ángeles en el cuarto del padrino se había convertido en un sueño lejano. Y cuando lo soñaba alguna vez de noche, al día siguiente se mostraba doblemente indómito y ruidoso y comandaba a sus muchos camaradas como un general en los campos de batalla.
A su madre hacía ya tiempo que le resultaba cansador escuchar el elogio que hacían de su muchacho, de lo fino y cordial que era. Sólo preocupaciones recibía de él. Y cuando un día el maestro le contó que conocía a alguien que estaría dispuesto a mandar al muchacho a una escuela lejana para que pudiera estudiar allí, tuvo una conversación con el vecino. Muy pronto, en una mañana de primavera, llegó un coche. Y Augusto, con un nuevo y lindo trajecito, subió en él y se despidió de su madre, del padrino y de los vecinos, porque proseguiría sus estudios en la capital. Su madre había peinado por última vez con esmero sus cabellos rubios y le había dado la bendición. Luego los caballos emprendieron su marcha y Augusto viajó hacia el mundo desconocido.
Después de algunos años, Augusto, convertido ya en un joven estudiante, de gorra roja y bigote, volvió a su tierra, porque el padrino le había escrito que su madre estaba muy enferma y no viviría mucho tiempo más. El joven llegó al anochecer, y la gente vio asombrada cómo descendía del coche, y cómo el cochero llevaba a la casita un baúl de cuero. Pero la madre yacía moribunda en el viejo y humilde cuarto.
Y cuando el apuesto estudiante vio sobre la blanca almohada un rostro blanco y marchito, que sólo podía saludarlo con ojos silenciosos, cayó llorando junto al lecho, besó las frías manos de su madre y se arrodilló a su lado toda la noche, hasta que las manos se enfriaron y los ojos se apagaron del todo.
Sepultada la madre, el señor Bisswanger lo tomó de un brazo y lo llevó a su casita. Al joven le pareció más inclinada y oscura que nunca. Luego, tras haber estado largo tiempo sentados uno junto al otro, cuando las ventanas brillaban muy débilmente en la oscuridad, el viejo hombrecito acarició su barba entrecana con sus dedos flacos y dijo a Augusto: «Haré fuego en la chimenea, así no necesitaremos la lámpara. Sé que mañana debes emprender el viaje de regreso, y ahora que tu madre ha muerto, no se te volverá a ver pronto por aquí».
Mientras decía esto, encendió un poco de fuego en la chimenea y arrimó su sillón, y lo mismo hizo el estudiante con el suyo. Permanecieron un buen rato sentados mirando los tizones ardientes, hasta que las chispas casi dejaron de volar. Entonces el viejo dijo suavemente: «Adiós, Augusto, te deseo toda la felicidad. Has tenido una. buena madre, y ella ha hecho por ti más de lo que puedes imaginar. Con gusto te hubiera ofrecido música una vez más y con gusto te hubiese mostrado a los pequeños bienaventurados, pero sabes que eso ya no puede ser. Sin embargo, no debes olvidar que aún continúan cantando, y que quizá tú mismo puedas volverlos a escuchar, si alguna vez los anhelas con un corazón solitario y añorante. Dame ahora la mano, muchacho, soy viejo y necesito dormir».
Augusto le dio la mano y no pudo decir palabra, regresó triste a su casita desierta y se tendió a dormir por última vez en el lugar donde había nacido. Y antes de dormirse, le pareció volver a oír desde muy lejos y suavemente la dulce música de su infancia. A la mañana siguiente partió de allí y por mucho tiempo no se oyó más de él.
Pronto olvidó al padrino Bisswanger y a sus ángeles. La vida caudalosa lo rodeó con su abundancia, y él fue arrastrado sobre sus olas. Nadie podía cabalgar por las—calles resonantes como él y saludar con mirada burlona a las muchachas que lo contemplaban, nadie sabía bailar de un modo tan leve y arrebatador, conducir un carruaje tan airosa y finamente, o empinar el codo con ruidosa alegría en un jardín durante una noche de verano. La rica viuda, cuyo amante era, le proporcionaba dinero, trajes, caballos y todo lo que necesitaba y apetecía, con ella viajaba a París y Roma y dormía en su cama llena de sedas. Pero su amor pertenecía a una joven de la clase media, suave y rubia, a la que visitaba arriesgadamente de noche en el jardín de su padre. También le escribía cartas extensas y cálidas cuando se hallaba de viaje.
Pero una vez no regresó. Había encontrado amigos en París, y debido a que se había aburrido de la rica amante y el estudio hacía mucho que lo fastidiaba, se quedó en el país lejano. Vivía como viven las gentes del gran mundo, mantenía caballos, perros, mujeres, perdió y ganó dinero en grandes cantidades. Y en todas partes había gente que se entregaba a él y lo servía; él todo lo aceptaba sonriendo, tal como en una ocasión, siendo un muchacho, había aceptado el anillo de la chiquilla. La fascinación se concentraba en sus ojos y labios, las mujeres lo rodeaban con ternura y los amigos deliraban por él, y nadie veía —él mismo apenas lo notaba— cómo su corazón se había vaciado y se tornaba codicioso, y cómo su alma estaba enferma y padecía. A veces, cansado de ser amado por todos de esa manera, vagaba disfrazado por ciudades extranjeras. Y en todas partes encontraba a los seres humanos necios y demasiado fáciles de ser conquistados, y en todas partes le parecía ridículo un amor que corría tras él tan ansiosamente y se contentaba con tan poco. Hombres y mujeres a menudo le repugnaban por su falta de orgullo y pasaba días enteros solo con sus perros o en cotos de caza en la montaña. Y un ciervo, al que había rastreado y cazado a tiros, le complacía más que cortejar a una mujer mimada y hermosa.
En una ocasión, durante un viaje por mar, vio a la joven esposa de un embajador, una dama severa y esbelta que procedía de la nobleza nórdica. Estaba asombrosamente apartada entre muchas otras mujeres distinguidas y hombres de mundo, orgullosa y en silencio, como si nadie pudiera equiparársele. Y cuando la miró, sintió que los ojos de ella lo rozaban, aunque fuera fugaz e indiferentemente. Experimentó entonces por primera vez lo que significaba enamorarse. Se propuso conquistarla, y a partir de ese momento se mantuvo a su alrededor y bajo su mirada a cualquier hora del día. Y como él mismo se hallaba siempre rodeado de mujeres y hombres que lo admiraban y buscaban su trato, él y la severa beldad aparecían, en medio de la sociedad de viajeros, como un príncipe con su princesa. Y hasta el marido de la rubia lo distinguía y se empeñaba en agradarle.
Hasta que en un puerto del sur todos los viajeros dejaron el barco, para pasear durante un par de horas por la ciudad y sentir un poco de tierra bajo las suelas, no le fue posible estar a solas con la extranjera. Procuró no apartarse de la amada, hasta que, aprovechando el gentío que colmaba la plaza del mercado, consiguió retenerla. Infinidad de callejuelas sombrías desembocaban en ese lugar, y él, que se había ganado la confianza de la dama, la llevó por una de esas calles, la que le resultaba más familiar. Pero ella, al sentirse de pronto a solas con él, lejos de su grupo, se asustó. Él la miró radiante, tomó sus manos remisas y le propuso, entre súplicas, que se quedara en tierra para que huyesen juntos.
La extranjera se puso pálida y desvió los ojos al suelo. "¡Oh, esto no es caballeresco!", dijo en voz baja. «¡Permítame olvidar esto que ha dicho!»
«Yo no soy un caballero», exclamó Augusto, «soy un enamorado, y un enamorado no conoce más que a la amada, y no tiene otro pensamiento que el de estar junto a ella. Ay, hermosa, ven conmigo, seremos felices».—
Ella lo miró muy seria con sus ojos azul claro, en los que se leía una reconvención. «¿Cómo puede usted saber que lo quiero?», murmuró quejosa. «No puedo mentir: yo lo amo y a menudo he deseado que usted fuera mi esposo. Pues usted es el primer hombre a quien amo de corazón. Ay, ¡cómo puede el amor equivocarse tanto! Nunca hubiera pensado que fuese posible amar a una persona que no fuera buena y pura. ¡Oh!, es mil veces preferible quedarme junto a mi marido, al que amo poco, pero es un caballero pleno de honor e hidalguía, cosas que usted no comprende. Y ahora no me diga una palabra más y lléveme de vuelta al barco, de otro modo llamaré en mi auxilio al primer extraño para que me libre de sus impertinencias».
Y a pesar de que él rogó hasta enronquecer, ella le volvió la espalda, y se hubiera marchado sola, si Augusto no la hubiera acompañado en silencio hasta el barco. Allí ordenó que llevaran sus baúles a tierra y no se despidió de nadie.
Desde ese momento fue declinando la suerte del muy amado Augusto. Virtud y honorabilidad se le volvieron valores odiosos: los pisoteaba, y llegó a encontrar placer en seducir a mujeres virtuosas mediante todas las artes de su encanto, y en explotar a hombres ingenuos, cuya amistad conquistaba rápidamente, para luego abandonarlos con escarnio. Redujo a la pobreza a mujeres y a doncellas, a las que luego fingía no conocer, y buscó adolescentes de familias nobles, a las que sedujo y corrompió. Ningún placer hubo que no buscara y agotase, ningún vicio que no aprendiera y luego desechase. Pero en su corazón no había alegría, y del amor, que le llegaba complaciente de todas partes, no se hallaba el menor eco en su alma.
Sombrío y adusto, vivía en una hermosa finca junto al mar, y atormentaba a las mujeres y hombres que allí lo visitaban con los caprichos y maldades más desenfrenados. Ansiaba rebajar a los seres humanos y mostrarles todo su desprecio; estaba harto y fastidiado de sentirse envuelto en un amor no solicitado, ni ganado, ni merecido; sentía la falsedad de su vida disipada y arruinada, que nunca había otorgado nada y que, por el contrario, siempre había recibido de los demás. A veces se privaba de comer, sólo para sentir un ansia verdadera y poder dar satisfacción a una necesidad.
Difundió entre sus amigos la noticia de que estaba enfermo y necesitaba calma y soledad. Llegaron cartas que jamás leyó, y personas solícitas preguntaban a la servidumbre por su estado de salud. Pero él permanecía solo y profundamente amargado en el salón que daba al mar; su vida yacía vaciada y devastada, estéril y sin huella de amor, tal como el lúgubre oleaje salado. Desfigurado, se acurrucaba en el sillón junto a la elevada ventana y trataba de ajustar cuentas consigo mismo. Las blancas gaviotas pasaban volando con el viento de la playa; él las seguía con mirada desierta, de la que había desaparecido toda alegría y solidaridad. Sólo sus labios sonreían duros y malignos, hasta que un día, poniendo fin a sus pensamientos, llamó al criado con la campanilla. Ordenó que en una fecha determinada se invitara a todos sus amigos a una fiesta. Pero su intención era aterrorizar y escarnecer a los asistentes mediante la contemplación de una casa deshabitada y de su propio cadáver, pues previamente estaba decidido a quitarse la vida con veneno.
Al anochecer de la supuesta fiesta despidió de la casa a toda la servidumbre; cuando hubo silencio en todas las habitaciones se encaminó a su dormitorio, disolvió un veneno fuerte en un vaso con vino de Chipre y lo acercó a los labios.
En el momento en que iba a beberlo, llamaron a la puerta, y como no respondiera nadie, aquélla se abrió y apareció un hombrecito. Éste se dirigió hacia Augusto, le quitó con cuidado el vaso lleno de la mano, y dijo con voz bien conocida: «Buenas noches, Augusto, ¿cómo estás?» Sorprendido, con rabia y algo también de vergüenza, sonrió burlonamente y dijo: «Señor Bisswanger, ¿vive usted aún? Ha pasado ya mucho tiempo, y usted no parece haber envejecido. Pero en este momento usted me molesta, querido señor. Estoy cansado y precisamente me disponía a tomar un soporífero».
«Ya lo veo», respondió tranquilamente el padrino. «Ibas a tomar un soporífero y tienes razón: éste es el último vino que puede ayudarte. Pero antes hablemos un rato, hijo, y puesto que hice un largo camino, no tomarás a mal que me refresque con un traguito».
Diciendo esto, tomó el vaso, lo llevó a su boca, y antes de que Augusto pudiera detenerlo, lo empinó y vació de un tirón.
Augusto quedó pálido como un muerto. Se abalanzó sobre el padrino, lo sacudió por los hombros y gritó con voz estridente: «Anciano, ¿sabes lo que has bebido?»
El señor Bisswanger asintió con la canosa e inteligente cabeza y sonrió: «Es vino de Chipre, según veo, y nada malo. No parece que sufras privaciones. Pero dispongo de poco tiempo y no quiero molestarte mucho, si es que quieres escucharme».
El perturbado Augusto miró con espanto en los ojos claros del padrino y aguardó, instante tras instante, verlo desplomarse.
El padrino, empero, se arrellanó en un sillón e hizo un guiño bondadoso a su joven amigo.
«¿Temes que el trago de vino pueda hacerme mal? ¡Quédate tranquilo! Es muy amable de tu parte que te preocupes por mí, yo no lo hubiera imaginado. ¡Pero ahora hablemos como en los viejos tiempos! A mí me parece que te has hartado de esta vida liviana. Eso creo, y cuando me vaya, puedes volver a llenar tu copa y bebértela. Pero antes es necesario que te cuente una cosa.»
Augusto se apoyó contra la pared y oyó la buena y agradable voz del viejo hombrecito, que le había inspirado confianza desde los días de la infancia y que despertaba en su alma las sombras del pasado. Una profunda vergüenza y pena lo embargaron, como si contemplase su propia infancia inocente ante los ojos de aquél.
«He bebido tu veneno», prosiguió el viejo, «porque yo soy el culpable de tu desgracia. Tu madre formuló en tu bautismo un deseo para ti, y yo satisfice ese deseo, aunque era insensato. No necesitas conocerlo; se ha convertido en una maldición que tú mismo has experimentado. Me duele que todo haya ocurrido así, y por cierto me alegraría si todavía pudiese hacer que estuvieras de nuevo en casa sentado conmigo ante la chimenea y oyeras cantar a los angelitos. Esto no es sencillo; y por el momento quizá te parezca imposible que tu corazón pueda recobrar la salud, la pureza y la alegría. Sin embargo, ello es todavía posible, y yo te ruego que lo intentes. El deseo de tu pobre madre te ha resultado dañoso, Augusto. ¿Qué pasaría si tú me permitieras que yo te cumpliera otro deseo, uno cualquiera? Es de suponer que no ansiarás dinero ni bienes, tampoco poder o mujeres; de todo eso has tenido bastante. Reflexiona, y si te parece que existe algún sortilegio capaz de lograr que tu vida depravada vuelva a ser hermosa y mejor, entonces, ¡pídelo!»
Augusto quedó sumido en honda meditación y calló; pero se sentía demasiado cansado y sin esperanzas, y por eso, al cabo de un rato, dijo: «Te agradezco, padrino Bisswanger, pero creo que mi vida no puede volver a alisarse de nuevo como con un peine. Es mejor que haga aquello que pensaba hacer cuando entraste. Pero te agradezco, no obstante, que hayas venido».
«Sí», dijo el viejo, pensativamente, «comprendo que no es algo fácil para ti. Pero quizá puedas pensar alguna cosa, Augusto, quizá se te ocurra pensar en aquello que te ha faltado más hasta ahora, o quizá puedas recordar las épocas pasadas, cuando tu madre vivía aún, y venías con frecuencia a casa al anochecer. Allí fuiste algunas veces feliz, ¿no es cierto?»
«En aquellos tiempos», asintió Augusto, y la imagen de su infancia resplandeciente lo contempló lejano y pálido, como desde un espejo antiquísimo. «Pero eso no puede retornar. No puedo desear volver a convertirme otra vez en un niño. Ay, ¡entonces todo volvería a empezar de nuevo!»
«Tienes razón, eso no tendría sentido. Pero piensa de nuevo en la época en que nos reuníamos en casa, y en la pobre muchacha que visitabas de noche en el jardín de su padre, y piensa también en la hermosa mujer rubia, con la que una vez hiciste un viaje por mar; y piensa en todos los momentos en que fuiste feliz y la vida te parecía buena y valiosa. Quizá puedas reconocer aquello que en ese momento te dio felicidad y puedas desearlo ahora. ¡Hazlo por amor a mí, hijo mío!»
Augusto cerró los ojos y volvió a ver su vida pasada, tal como desde un oscuro corredor se mira hacia el lejano punto luminoso del que se ha venido. Y volvió a ver cómo alguna vez todo fue claro y hermoso a su alrededor, y luego lentamente cada vez más oscuro y oscuro, hasta concluir en la más absoluta tiniebla y sin que nada pudiese ya alegrarlo. Y cuanto más reflexionaba y recordaba, tanto más hermosa, codiciable y digna de ser amada le parecía la lejana claridad. Hasta que por último la reconoció, y lágrimas brotaron de sus ojos.
«Lo intentaré», dijo a su padrino. «¡Quítame el viejo embrujo, que nada me ha ayudado, y concédeme en cambio que pueda amar a los demás!»
Llorando se arrodilló ante su viejo amigo, y ya de rodillas sintió cómo el amor se le encendía hacia ese anciano y luchaba para que palabras y gestos olvidados volvieran a él. Pero el padrino, aunque menudo, lo tomó suavemente en sus brazos y lo llevó a la cama. Allí lo acostó y le apartó los cabellos de la ardorosa frente.
«Ya está bien», le susurró con dulzura. «Ya está bien, hijo mío, todo saldrá perfectamente.»
Luego Augusto se sintió invadido por un pesado cansancio, como si en ese momento hubiera envejecido muchos años, y cayó en un sueño profundo; el anciano dejó en silencio esa mansión desamparada.
Augusto despertó ante un ruido furioso que llenaba toda la casa. Al levantarse y abrir la puerta más próxima, encontró el salón y todas las habitaciones repletas de sus amigos de antaño que habían venido a la fiesta y encontrado la casa vacía. Estaban furiosos y se creían víctimas de un engaño, Salió al encuentro de aquellos, dispuesto, como siempre, a conquistarlos con una sonrisa y una palabra chistosa; pero de pronto sintió que esa facultad lo había abandonado. Apenas lo divisaron, comenzaron a gritarle todos a una; y cuando, con una sonrisa desvalida, tendió las manos como defendiéndose, cayeron furiosos sobre él.
«Estafador», vociferaba uno. «¿Dónde está el dinero que me debes?» Y otro: «¿Y el caballo que te presté?» Y una mujer bonita y colérica: «¡Todo el mundo conoce mis secretos, que tú has propalado por ahí! ¡Oh, cómo te odio, monstruo!» Y un joven de ojos hundidos, con el semblante desfigurado, gritó: «¡Mira lo que hiciste de mí, Satanás, corruptor de la juventud!»
Y así continuó la cosa, y cada uno acumuló ultrajes e insultos sobre él; todos tenían razón, y muchos hasta le pegaron. Y al retirarse, rompían los espejos que hallaban a su paso y se llevaron muchos objetos de valor. Augusto se alzó del piso, golpeado y deshonrado. Al entrar en su dormitorio y mirarse en el espejo, para lavarse, su rostro lo miraba a su vez ajado y deforme, los ojos lagrimeaban enrojecidos, y la frente manaba sangre.
«Ésta es la recompensa», se dijo a sí mismo, y lavó la sangre de su cara. Y apenas se había tranquilizado un poco, otra vez lo apremió el ruido de la casa. La gente subía tumultuosamente por las escaleras: prestamistas, a cuyo favor había hipotecado la casa, un marido, a cuya mujer sedujera, padres, a cuyos hijos había arrastrado al vicio y la desdicha, sirvientes despedidos, policías y abogados. Una hora más tarde estaba encadenado y fue llevado a la cárcel. Detrás de él la gente gritaba o cantaba coplas burlescas, y un chiquillo arrojó a través de la ventanilla del coche que lo conducía un puñado de barro que dio en su rostro.
La ciudad estaba llena de las vilezas de ese hombre, al que tantos habían conocido y amado. No había vicio del que no fuera acusado, y ninguno que él negara. Hombres, a los que había olvidado hacía mucho tiempo, comparecían ante los jueces y declaraban cosas que él había perpetrado años atrás. Sirvientes, a los que había colmado de regalos y que, no obstante, le robaban, contaron los secretos de sus vicios. Todos los semblantes estaban impregnados de repulsión y odio. Nadie hubo que hablara en su favor, que lo elogiara, que lo disculpara, que recordara algo bueno acerca de él.
Dejó que todo siguiera su curso, que lo llevaran a su celda y de allí ante los jueces y testigos. Miraba asombrado y triste desde sus ojos enfermos los muchos rostros malignos, encolerizados, rencorosos, y en todos descubrió bajo la corteza de odio que los desfiguraba, ocultos atractivos y cierto resplandor de cordialidad. Todos ellos lo habían amado en otro tiempo, y él a ninguno. A todos pidió perdón y trató de recordar la parte buena de cada uno.
Al final fue encerrado en prisión y nadie quiso acercarse hasta él.
En medio de sueños febriles hablaba con su madre y con la primera amante, con el padrino Bisswanger y con la dama nórdica del barco. Cuando despertaba, pasaba días espantosos solo y vencido; entonces sufría todos los padecimientos de la nostalgia y del abandono y se desvivía por ver gente, como jamás antes se había desvivido por el placer o alguna posesión.
Y cuando salió de la cárcel, ya viejo y enfermo, nadie lo conocía. El mundo seguía su curso; por las calles la gente iba a caballo y se paseaba; se vendían frutas y flores, juguetes y periódicos, pero nadie se volvía para mirar a Augusto. Mujeres hermosas, que él había tenido otrora en sus brazos entre música y champaña, pasaban en carruaje ante su presencia, y tras los coches el polvo que levantaban caía sobre Augusto.
Pero el tremendo vacío y soledad que lo había ahogado en medio de su espléndida vida anterior, lo abandonaron ya por completo. Cuando entraba en un portal para protegerse de los ardores del sol, o cuando solicitaba en el patio interior de una casa un trago de agua, entonces se asombraba del modo malhumorado y hostil con que la gente lo escuchaba, esa misma que antaño había contestado agradecida y con ojos brillantes a sus palabras altivas y sin amor. Pero ahora se alegraba y conmovía ante el aspecto de cada ser humano; amaba a los niños, a quienes veía jugar o ir a la escuela, y amaba a los ancianos, que sentados en banquillos delante de sus casitas, calentaban sus manos débiles al sol. Cuando veía a un muchachito persiguiendo a una chica con miradas anhelantes; o a un trabajador, que de regreso a casa después de la jornada llevaba en brazos a sus hijos; o a un médico de apariencia airosa e inteligente, que viajaba en su coche taciturno y presuroso pensando en sus enfermos; o cuando veía a una pobre y mal vestida prostituta, que aguardaba de noche en un suburbio bajo un farol ofreciendo su amor incluso a parias como él mismo; a todos los consideraba sus hermanos y hermanas. Y en cada uno presentía la memoria de una madre querida y un porvenir mejor, o la señal secreta de un destino que pudo haber sido más noble y hermoso que el suyo. Cada uno le era querido y digno de atención y cada uno le daba motivos para reflexionar, y nadie podía ser peor de lo que él mismo sentía que era.
Augusto decidió recorrer el mundo para encontrar un sitio donde le fuera posible servir de alguna manera a los hombres y demostrarles su amor. Tenía que habituarse a que su aspecto no alegrara a nadie; su semblante había enflaquecido, sus ropas y zapatos eran los de un pordiosero; tampoco su voz y porte guardaban nada de lo que una vez había regocijado y encantado a la gente. Los niños le temían porque su barba gris e hirsuta era demasiado larga; los bien vestidos evitaban su proximidad, en la que se sentían a disgusto y como manchados; los pobres desconfiaban de aquel intruso que parecía querer despojarlos de sus pocos bocados. Le costaba trabajo servir a los hombres. Pero aprendió a no dejarse descorazonar por nada. Cuando veía a un pequeño que tendía sus manos hacia el picaporte de una panadería sin alcanzarlo, lo ayudaba. Y a veces había alguno que era todavía más pobre que él, un ciego o un paralítico, al que podía auxiliar y hacer algo de bien en su camino. Y cuando esto no era posible, entonces daba alegremente lo poco que tenía: una mirada clara y bondadosa y un saludo fraternal, un gesto de comprensión y de piedad. A su manera aprendió a considerar en los demás lo que esperaban de él, aquello que los alegraría. Para unos era un saludo fresco y jovial, para otros una mirada silenciosa; a otros bastaba con no molestarlos. Todos los días se asombraba de la mucha miseria que había en el mundo; no obstante, los hombres podían seguir contentos. Y halló espléndido y fascinante volver a ver que junto a cada pena podía hallarse una risa alegre; junto a cada doblar de difuntos un canto infantil; junto a cada penuria e infamia una gentileza, un chiste, un consuelo, una sonrisa.
La vida humana le pareció dispuesta de un modo admirable. Cuando doblaba una esquina y se topaba con una banda de escolares que venían corriendo, ¡cómo relucía en sus miradas la animación y el placer de vivir! Y aunque se burlaran de él o lo mortificaran, eso no era tan serio; cuando se veía reflejado en una vidriera o mientras tomaba agua de una fuente y miraba su faz enjuta y ajada, y ese aspecto de indigencia, comprendía que no lo amaran. No, en lo que a él concernía, ya no se trataba de agradar a la gente ni de ejercitar ningún dominio: de eso había tenido suficiente. Para él lo hermoso y edificante era ver a otros esforzarse por aquellos caminos y sentirse tal como él se había sentido cuando los había andado y experimentado. Y que todas las personas se dirigieran hacia sus objetivos tan celosamente y con tanta fuerza, orgullo y alegría, constituía para él un espectáculo maravilloso.
Entretanto llegó el invierno y luego el verano. Augusto estuvo largo tiempo enfermo en un hospital para pobres. Y allí disfrutó silenciosa y agradecidamente la dicha de ver a pobres postrados que, centuplicando sus fuerzas tenazmente y aferrándose a la vida, vencían a la muerte. Era magnífico ver florecer en las facciones de los gravemente enfermos la paciencia, y en los ojos de los convalecientes el gusto por la vida. Y bellos eran también los serenos y dignos rostros de los muertos. Y más hermoso que todo era el amor y la paciencia de las lindas y pulcras enfermeras. Pero también esta etapa llegó a su fin: el otoñal viento sopló, y Augusto prosiguió marchando hacia el invierno. La impaciencia se apoderó de él cuando notó con qué infinita lentitud avanzaba a pesar de su voluntad de llegar a todas partes y mirar en los ojos a muchos, muchos seres humanos. Había encanecido, y sus ojos sonreían tontamente tras los párpados rojos y enfermos; y paulatinamente también se le fue apagando la memoria, de suerte que le pareció que jamás había visto el mundo tal como ahora. Pero estaba satisfecho y encontraba que el mundo era magnífico y digno de ser amado.
Así, con la entrada del invierno llegó a una ciudad. La nieve caía sobre las calles oscuras, y un par de chicos rezagados arrojaron bolas de nieve al caminante. Por lo demás, todo estaba silencioso mientras anochecía. Augusto estaba muy cansado; llegó a una callecita angosta que le pareció muy conocida, y luego a otra. Y allí estaban las casas de su madre y del padrino Bisswanger, chicas y viejas entre la nieve que caía; en la del padrino había una ventana iluminada que brillaba roja y apacible en la noche invernal.
Augusto entró y golpeó en la puerta de la habitación; el hombrecito fue a su encuentro y silenciosamente lo llevó a su cuarto, que estaba caldeado y tranquilo; un fuego claro y pequeño ardía en la chimenea.
«¿Tienes hambre?», le preguntó el padrino. Pero Augusto no estaba hambriento; se sonreía y sacudía la cabeza.
«Pero sí estarás cansado, ¿verdad?», volvió a preguntar el padrino. Y extendió la ancha piel sobre el piso; entonces los dos viejos se acurrucaron juntos y contemplaron el fuego.
«Has andado un largo camino», dijo el padrino.
«Oh, fue muy lindo, sólo que me he fatigado un poco. ¿Puedo dormir aquí? Mañana he de proseguir mi viaje».
«Sí, puedes hacerlo. ¿No quieres también volver a ver bailar a los ángeles?»
«¿Los ángeles? ¡Oh, sí! Me gustaría, si es que alguna vez vuelvo a ser niño».
«No nos hemos visto en mucho tiempo», comenzó de nuevo ei padrino. «Te has puesto otra vez tan lindo, tus ojos son de nuevo tan dulces y suaves como en los viejos tiempos, cuando tu madre aún vivía. Fue amable de tu parte venir a visitarme».
El viajero, con sus ropas hechas jirones, estaba sentado junto a su amigo. Nunca se había sentido tan fatigado, y tanto el agradable calorcito como el resplandor de la lumbre lo confundieron de tal modo que no podía distinguir claramente entre el hoy y el ayer.
«Padrino Bisswanger», dijo, «nuevamente rae he portado mal, y mi madre ha llorado en casa. Tienes que hablar con ella y decirle, que volveré a ser bueno, ¿quieres?»
«Lo haré», dijo el padrino. «Quédate tranquilo, ella te ama».
El fuego languidecía, y Augusto miraba absorto en la tenue brasa con los mismos ojos grandes y adormilados de su infancia. El padrino tomó la cabeza de Augusto y la puso en su regazo; una delicada y alegre música sonó tierna y dichosamente a través del cuarto sombrío, y miles de pequeños y resplandecientes espíritus llegaron volando. Gozosos, giraban por los aires, ya entrelazados primorosamente, ya en parejas. Y Augusto miraba y escuchaba con todos sus tiernos sentidos infantiles, abiertos ante aquel paraíso recobrado.
De pronto, le pareció como si su madre lo hubiera llamado, pero estaba tan cansado, y, además, el padrino le había prometido que hablaría con ella. Cuando se durmió, el padrino juntó sus manos y permaneció con el oído sobre su corazón, que había callado, hasta que la noche irrumpió totalmente en el aposento.
Hermann Hesse