Además de ser una flecha que señala el camino de vuelta a casa, la música ha sido para mí un puente, un túnel mágico para atravesar el abismo que nos separa a unos de otros, o unas señales de humo entre náufragos perdidos en medio del océano, cada cual en su propio bote.
Fue precisamente mi primera experiencia de la existencia de ese puente, de ese túnel mágico, de ese fenómeno tan profundo de empatía, lo que me hizo sentir la necesidad de aprender a tocar un instrumento.
Les sugiero que mientras siguen leyendo esto pongan a sonar el video que se vé aquí abajo.
Cuando tenía 14 años, un fragmento de 20 segundos del solo de violín del primer movimiento de "El Verano", de "Las Cuatro Estaciones" de Antonio Vivaldi me conmovió profundamente y me hizo experimentar una forma de empatía que nunca antes había sentido. Era la versión de Los Solistas de Zagreb, dirigidos por Antonio Janigro, con Jan Tomasov como solista de violín. Recuerdo que volvía a poner una y otra vez ese fragmento, en el viejo tocadiscos de mi hermana, tratando de desentrañar su misterio.
Teníamos también otra grabación de las Cuatro Estaciones, tocada por el conjunto I Musici que, por algún motivo, no me llegaba de la misma forma. Pero en el sobre de ese disco encontré el texto de los sonetos que el compositor tomó como punto de partida para la crear esa música. De hecho, a lo largo de la partitura manuscrita de Vivaldi aparecen los versos de esos cuatro sonetos. Copio aquí el texto original del soneto de El Verano, en italiano, y también traducido al español.
Mi experiencia al escuchar esa música y leer el soneto tuvo mucho que ver con algo que había vivido el año anterior. Mi hermano y yo pasábamos los veranos trabajando en la finca de la familia, y teníamos un contacto muy cercano con la gente de campo. En Mendoza, donde vivíamos, la viña se cultiva con un sistema de contratos. El propietario le asigna una parcela del viñedo al contratista, le da una casa y herramientas y después de la cosecha, un porcentaje de la ganancia es para el propietario y otro para el contratista.
Ese verano hubo una terrible tormenta de granizo, con piedras del tamaño de una manzana, que no solo liquidó la cosecha de ese año, sino que también rompió las cepas y cortó los alambres de las hileras.
Yo tendría unos 13 años y me había hecho amigo del hijo de uno de los contratistas, que tenía unos 7 años más que yo. Al encontrarme con él al día siguiente de esa tremenda granizada le pregunté cómo iban a hacer, porque se había perdido el fruto del trabajo de todo un año. Su respuesta fue: "Y... habrá que entrar arreglar los alambrados, replantar las cepas de vid. Y algún trabajo saldrá para ir sobreviviendo..." . Han pasado más de 50 años, pero todavía recuerdo la mezcla de tristeza, dolor y resignación de su mirada.
Al escuchar la música de Vivaldi y leer esos versos, ("LLora el zagal, porque suspendida teme a la fiera borrasca y su destino... Truena y fulmina el cielo y granizoso trunca las cabezas de las espigas y los granos altera." ), me embargó un sentimiento de pena muy honda. Era como ver la viña devastada asomándome a través de los ojos de mi amigo y sentir su dolor, su tristeza y su resignación.
Yo estaba en pleno comienzo de mi adolescencia, y sentía muy agudamente la soledad del ser humano. Sentía que cada uno de nosotros va navegando solo en un pequeño bote, y que aunque intercambiáramos señas a distancia, nunca podríamos llegar a conectarnos verdaderamente con otro.
Pero esa experiencia me hizo descubrir un puente oculto, un túnel invisible que me permitía atravesar el abismo de la soledad y sentir cómo es "ser otro".
Entonces decidí empezar a aprender a tocar un instrumento musical para averiguar en de qué estaba hecha esa conexión y cómo podía llegar a lograrla.
Para tratar de explicar un poco más a qué me refiero, edité este video describiendo un poco lo que sentí al escuchar esa música.